LOS DESCENDIENTES DE LOS MAYAS
El bisnieto del líder indígena
que encabezó la insurrección campesina y que murió colgado, narra cómo su
familia tuvo que ocultar su procedencia durante mucho tiempo renunciado a sus
raíces, pero además exige que el gobierno salvadoreño y el presidente Mauricio
Funes reconozcan la masacre para dignificar a los pueblos originarios.
Rosalío
Antonio Ama, uno de los descendientes del líder campesino que dirigió la
insurrección campesina de 1932, narra cómo su familia sobrevivió a la
persecución y continúa trabajando por el reconocimiento de los derechos de los
pueblos originarios en el país.
Don
Chalío, como le conocen, conserva muy marcados los rasgos, facciones indígenas
del linaje de la etnia pipil de Izalco y además la convicción por hacer valer
los derechos de los indígenas que han logrado sobrevivir a la discriminación e
intentos de aniquilación de las raíces mayas pipiles en El Salvador.
“Nosotros
continuamos despreciados, si no nos damos a reconocer nunca vamos a ser reconocidos.
El reconocimiento es importante porque hasta la vez nosotros no tenemos nada,
no tenemos acceso a la salud, no tenemos garantía de nuestros derechos”,
explica el hombre de 75 años.
Ama
dice que el sufrimiento para los pueblos indígenas no ha terminado desde que
llegaron los españoles. Se considera profesional por estar acostumbrado al
trabajo duro del campo, pero ese trabajo no es reconocido como tal y muchos de
los indígenas no tienen siquiera una tierra propia para trabajarla.
Según
don Chalío, las condiciones que impulsaron el levantamiento campesino de 1932
apenas han mejorado, las condiciones de vida para los indígenas continúan
siendo decadentes, no pueden ser dueños de una tierra para trabajarla y no son
reconocidos como tales.
La historia
Las protestas consideradas insurrección por el gobierno militar
de Maximiliano Hernández Martínez obtuvieron una respuesta: la orden de
ejecución de todo el que se alzase contra el régimen. Algunos textos hablan de
unos 25 mil campesinos ejecutados en el parque central de Izalco, don Chalío en
cambio dice que son más de 35 mil.
“Nada de reconocimiento, ni para que podamos decir que podemos
honrar a los familiares de los abuelos. El 22 de enero conmemoramos a nuestros
familiares que murieron en 1932. El Estado debe reconocer la masacre de
nuestras familias, el Presidente Funes debe reconocer la masacre de Izalco de
1932 para darnos nuestro lugar”, afirma Ama.
Desde
enero de 1932 los campesinos y especialmente todos los miembros de la familia
Ama o sus descendientes debieron renunciar a sus raíces, dejaron de usar el
traje típico de manta, tuvieron que cambiarse hasta el apellido y dejaron de
hablar su lengua, el náhuat.
“A mi
abuelo lo salvó el volcán… mi abuelo iba para el pueblo cuando lo detuvieron
los militares, lo bajaron del caballo y se lo llevaron por una vereda que daba
directo al volcán y lo pusieron como en el paredón para dispararle”, cuenta don
Chalío.
Cuando
los militares detuvieron al abuelo de Chalío le preguntaron su nombre y al
escuchar el apellido Ama, inmediatamente le dijeron “ah… esos son de los
que andamos buscando” y se lo llevaron para ejecutarlo.
Pero
justo cuando los soldados se pusieron frente a él, “la tierra tembló y volcán
empezó a rugir”, me contó mi abuelo. Y los mismos soldados que iban a
ejecutarlo le pidieron que los sacara por otro camino antes que el volcán
hiciera erupción y murieran alcanzados por la lava.
La negación de sus raíces
El peligro que representó durante muchos años aceptar su linaje indígena
y sus raíces y hasta las persecuciones contra los descendientes directos o
cercanos de Feliciano Ama, hicieron que los miembros de ese árbol genealógico
se escondieran.
Poco a
poco fueron perdiendo su lengua natal y adoptaron por completo el español. Sus
trajes de manta y los caites fueron reemplazados por pantalones de otras telas
y los zapatos de cuero.
Muchos
tuvieron que cambiar sus apellidos indígenas para lograr sobrevivir, pero Don
Chalío explica que la identidad es más fuerte que cualquier cosa.
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